lunes, 28 de mayo de 2012

PERSONALISMO Y BIOÉTICA

El personalismo es un amplio movimiento filosófico, cultural y militante que busca reivindicar la centralidad de la persona humana como sujeto digno, comunional y llamado a una vocación trascendente.

Desde sus fuentes próximas con figuras como Emmanuel Mounier, Jacques Maritain, Max Scheler, Edith Stein, Dietrich von Hildebrand, Maurice Nedoncelle, Karol Wojtyla, Jean Marie Domenach, Josef Seifert, Carlos Díaz, y Juan Manuel Burgos, o incursionando en sus orígenes remotos con una larga tradición que pasa por Platón, San Agustín, San Anselmo, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Pascal, Kierkegaard, Rosmini y tantos otros, ha contribuido a desafiar la racionalidad autoreferencial en sus diversas modalidades de realización histórica[1].

El personalismo en la actualidad no se puede entender sin sus controversias, sin sus momentos luminosos y sin las voces que en ciertos momentos le declaraban difunto. Todo el itinerario que ha recorrido es parte ya de su peculiar identidad como movimiento.

A diferencia de las escuelas filosóficas particulares, un movimiento como el personalista, no se encuentra asociado a un conjunto de fórmulas que más o menos expresan un canon de ortodoxia filosófica sino principalmente a una dirección que si bien posee un importante momento especulativo no tiene como principal objetivo la mera discusión intelectual sino el compromiso activo, solidario y permanente con las personas, en especial con las más débiles.

Existen diversos espacios y ambientes en los que el personalismo ha influido más allá de los debates puramente intelectuales. No sin cierta tristeza, un mexicano como el que aquí escribe, mira que en Europa son poco conocidos los lugares en los que el personalismo ha impactado más allá de las fronteras “continentales”. En América Latina, por ejemplo, una parte importante de la inspiración que ha animado a los partidos demócrata cristianos y a diversas luchas por la liberación, la justicia y la democracia no pueden entenderse sin el aporte sustantivo de pensadores personalistas. Baste mencionar, para el caso latinoamericano, el peso decisivo que han tenido figuras como Jacques Maritain y Karol Wojtyla-Juan Pablo II en distintas coyunturas y el modo cómo sus propuestas filosófico-culturales han sido asimiladas en ambientes partidistas, empresariales, en innumerables organizaciones de la sociedad civil, en la pastoral de la Iglesia, etcétera.

Sin embargo, uno de los espacios y ambientes en los que el personalismo más ampliamente ha proyectado su potencia especulativa y práctica se encuentra en la bioética. El nacimiento de la bioética personalista corre a la par del modo cómo el pensamiento de Karol Wojtyla-Juan Pablo II fue asimilado al interior de la Iglesia católica.

En efecto, el peculiar perfil filosófico que Karol Wojtyla cultivó a lo largo de los años y que le permitió realizar una lectura crítica de Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y Scheler – entre otros – enriqueció providencialmente el Magisterio eclesial y permitió generar una suerte de nueva síntesis del pensamiento moral que trascendió de una manera sumamente afortunada en el ámbito de la bioética. En este proceso, la figura de Mons. Elio Sgreccia, de sus discípulos y de los múltiples grupos y asociaciones de bioética generadas gracias a su impulso e inspiración a través del mundo, no podrán jamás olvidarse al momento de pensar en el nacimiento de la bioética personalista.

La bioética personalista es en la actualidad una de las corrientes de fundamentación y práctica bioética más importantes del mundo y ofrece una lucha cultural a favor de la dignidad de la vida humana en los escenarios más diversos, muchas veces fuertemente marcados por grupos y escuelas de bioética cuyo modelo de racionalidad se encuentra aún atrapado en los límites y contradicciones de la crisis moderno-ilustrada y de las diversas reacciones postmodernas.

Precisamente a continuación trataremos de exponer una hipótesis a este respecto: el personalismo no sólo ofrece un valioso aporte a los interesados en la bioética que les permite contrastarse con otras escuelas y corrientes, sino que por sus características ético-antropológicas puede colaborar a ampliar el horizonte de la razón, es decir, puede ayudar tanto a nivel especulativo como en el ámbito de la cultura, a la deconstrucción de los modos de racionalidad que desde diversas premisas se han desarrollado a lo largo de los últimos siglos y que a pesar de sus diferencias coinciden en poseer un carácter marcadamente postmetafísico.



1. El pensamiento postmetafísico y la bioética

La bioética nació en los momentos en que la racionalidad instrumental moderna había hecho crisis y esta se había visibilizado a través del horror de los campos de exterminio y, en particular, por medio de la experimentación que los nazis efectuaron con seres humanos vivos sin consentimiento informado. Desde este punto de vista, la bioética puede considerarse como uno de esos momentos de generación de pensamiento crítico tras el absurdo de la segunda guerra mundial. La indignación y el dolor hicieron advertir a muchos que la pura lógica de poder no puede ser la que defina la vida y el destino de las personas y de los pueblos. De este modo, la bioética da sus primeros pasos como discurso que reacciona ante graves violaciones a la dignidad humana, es decir, la bioética emerge en la escena precisamente para abrir el horizonte de la razón a las exigencias de aquello que el poder autoritario tiende a negar.

Aún cuando el personalismo aparece en el mundo de la bioética tiempo después, no podemos ignorar que el origen próximo de este saber interdisciplinario poseía un ingrediente personalista de modo tácito en su mismísimo origen. Cuando se logra reconocer, además, que la bioética realmente continúa la larga historia de la ética médica el elemento personalista se advierte claramente como un constitutivo esencial y no como una denominación extrínseca. La práctica de la medicina, de hecho, nació no como un mero saber técnico para resolver problemas en materia de salud sino como un saber humanista, con importantes contenidos antropológico-éticos en su inspiración fundamental, tal y como se advierten en documentos como el juramento hipocrático y en otros textos similares.

Ya en otros estudios hemos intentado mostrar precisamente que la bioética debe ser personalista no por adscripción de escuela sino principalmente por exigencia intrínseca al momento de pretender constituirse como ciencia estricta[2]. De momento, no nos detendremos más en esta cuestión. Baste mencionar que esto, ya de suyo, muestra el potencial heurístico de las investigaciones con carácter personalista. Mirar al ser humano como persona permite que emerja un conocimiento que de otro modo no surgiría. No es posible comprender los fundamentos éticos de las intervenciones biomédicas o los fundamentos éticos para el cuidado medioambiental sin tomar en consideración como fuente principalísima de conocimiento a la propia persona dotada de razón, de voluntad libre y de dignidad, es decir, de un valor sui géneris que permite juzgar la realidad de un modo humano.

Prescindir de este dato, colocarlo entre paréntesis o tratar de construir fuentes de normatividad para la libertad al margen de las exigencias racionales que se descubren a partir del encentro con la dignidad del ser humano, podrá ser interesante, podrá adquirir una gran complejidad, pero dejará una evidencia elemental fundante con consecuencias graves para la vida humana personal y social. En particular, cuando este tipo de oscurecimientos suceden, la razón no sólo censura un cierto tipo de datos que no acepta reconocer sino que lentamente se desliza hacia un escepticismo metodológico respecto de los fundamentos de lo real.

Es este “deslizamiento” el que ha permeado primero como pensamiento antimetafísico sectorial – negando el noúmeno, negando la causalidad, negando la dignidad de algunos, etcétera – y luego como profecía de futuro, es decir, como pensamiento que ha de aspirar a superar totalmente y por suerte de una cierta necesidad histórica, a la metafísica, entendida, como pregunta por el fundamento de lo real en cuanto real. Este es el pensamiento postmetafísico que en la actualidad aparece con muchos rostros y expresiones y que en nuestra opinión posee un significado complejo: por una parte muestra el cansancio del ser humano que ya no desea reconocer la realidad como signo de algo más, es decir, que acota la realidad a su inmediación experiencial, y por otra parte, exhibe en su negación, que la razón misma se empequeñece renunciando a hacer preguntas que busquen la resolutio ad ens, la resolución de los fenómenos a su fundamento en el ser.

No deja de ser sorprendente que la bioética haya transitado de un personalismo de origen a ser víctima en varias de sus corrientes principales justamente de la crisis de la racionalidad que pretendía corregir y combatir. En efecto, las bioéticas liberales (M. Charlesworth), principialistas (T. L. Beauchamp y J. Childress), funcionalistas (P. Singer), contractualistas (H. T. Engelhardt), casuísticas (S. Toulmin) y otras, a pesar de sus diversos orígenes y premisas, flotan en la atmósfera postmetafísica. Este es un caso emblemático de lo que Augusto Del Noce denominaba con gran agudeza subordinación en la oposición, es decir, asimilación subrepticia del error antes identificado y rechazado.

El clima postmetafísico aparentemente es más libre, emancipado, democrático, justo y respetuoso de las diversas cosmovisiones. Además, evidencia el fracaso de intentar erigir una moral universal y propone que la vida social sólo asegure la igual libertad de todos para construir la propia autocomprensión ética. En buena medida esta es la interpretación de Rawls y de quienes consideran que ante la derrota de las comprensiones metafísicas no existe otra salida que hacer de la ética un acuerdo social sobre los mínimos a respetar en la interacción social.

Sin embargo, como hemos dicho esto es lo que sucede solo aparentemente: cuando el fundamento es débil o se disuelve, la voluntad de poder emerge. La racionalidad deviene en lógica de poder que no por sutil deja de ser poder autolegitimado. Otro modo de decir esto mismo podría ser así: una razón que se censura a sí misma en su apertura y privilegia solo los datos que no le parecen conllevar absolutos, termina desautorizándose a sí misma y subordinándose a las fuerzas de la irracionalidad revestidas, eso sí, de todos los previos argumentos que las dotan de un ropaje pseudo-racional y razonable.

De esta manera, en nombre de la libertad y autonomía de la investigación científica se vulnera la dignidad de ciertos seres humanos que deberían de poder ser respetados también en su libertad y autonomía.

No deja de ser interesante que uno de los más importantes exponentes del pensamiento postmetafísico, como lo es Jürgen Habermas, en una de sus obras dedicadas a cuestiones bioéticas, diga a este último respecto dos cosas importantes que muestran cómo desde el interior de su propia postura pareciera comenzar a reconocerse que esta es insuficiente. En primer lugar, Habermas, comentando la posibilidad real de intervenciones biotecnológicas en el genoma para la generación de seres humanos sobre diseño, comenta:

El primer ser humano que fije a su gusto el ser así de otro ser humano, ¿no tendrá también que destruir aquellas libertades que, siendo las mismas para todos los iguales, aseguran la diversidad de estos?[3]

En segundo lugar, nos llama la atención que Habermas al hacer una breve meditación sobre la figura de Kierkegaard señala que el autor danés ha visto algo con gran perspicacia: si la moral pudiera poner en movimiento a fuerza de buenas razones la voluntad de un sujeto no se explicaría la existencia de sociedades cristianas ilustradas, profundamente corruptas. E inmediatamente en seguida declara:

La represión coagulada en normalidad o el reconocimiento cínico de una situación mundial injusta no apuntan a un déficit de saber sino a una corrupción del querer. Aquellos que mejor podrían saberlo no quieren comprender[4].

En efecto, la amplitud o estrechez de la razón delante de la totalidad de factores que integran la realidad depende en buena medida de la elección que la voluntad hace. No me refiero a un acto creativo que impone de manera fantasiosa un cierto objeto sino de la rectitud con la que la persona educa su voluntad para ayudar a que la inteligencia con la mayor apertura posible pueda mirar la verdad. La interacción y sinergia entre razón y voluntad es importantísima en el tema que nos ocupa, dada la enorme facilidad con la que nuestro querer puede elegir no comprender.

2. La ampliación de la razón en la bioética a través del personalismo

La bioética en la actualidad necesita ampliar el horizonte de la racionalidad que la anima. Esta hipótesis posee muchas aristas. Me atrevo a apuntar una de ellas que de repente puede resultar un poco incómoda: esta necesidad no sólo es grande de cara a la controversia contemporánea entre escuelas y tendencias sino también en el proceso en el que la propia bioética personalista se encuentra en el presente. Me refiero a que la bioética que suele adjetivarse como “personalista” no está cabalmente constituida como saber interdisciplinario científicamente fundado y requiere de una más amplia y estricta fundamentación.

Más aún, en algunos ambientes bajo el nombre de bioética personalista, de cuando en cuando suele aparecer más bien un discurso apologético defensivo de indudable recta intención pero con deficiencias argumentativas que debilitan la promoción y defensa de la cultura de la vida en el espacio público.

Este fenómeno acontece, en nuestra opinión, gracias a que el pensamiento postmetafísico más allá de sus espacios académicos de articulación, existe como fenómeno cultural y no respeta fronteras. El tedio de la razón no es exclusivo de quienes arteramente niegan la posibilidad de transitar del fenómeno al fundamento y menos es exclusivo de quienes abiertamente lastiman la dignidad de la persona humana al tomar decisiones bioéticas. Por ello, las consideraciones que a continuación siguen pueden hacernos bien a todos porque todos estamos necesitados de una nueva apertura que posibilite un renovado estupor y asombro ante la dignidad de la persona humana, particularmente cuando más vulnerable y frágil es.



2.1 Ampliación de la razón a través del personalismo ontológicamente fundado

El personalismo ontológicamente fundado ofrece la posibilidad de ampliar el horizonte de la razón al momento de buscar fundamentar la bioética ofreciendo evidencias que abren la clausura del pensamiento postmetafísico, siempre desconfiado de fundamentos y fines.

¿Qué significa la expresión “ontológicamente fundado”? ¿Cómo es que un personalismo así abre la “clausura del pensamiento postmetafísico”? Lo que deseamos señalar es que, por una parte, a lo largo de la historia del personalismo, una gran cantidad de intuiciones antropológicas y éticas han sido vertidas por diversos autores. Así mismo, muchas iniciativas sociales y culturales han nacido del compromiso militante a favor de la persona y su dignidad. Sin embargo, para que estos esfuerzos intelectuales y prácticos no se desfonden es menester ocuparse de las razones que los justifican. Cuando usamos la palabra “razones” queremos decir que para lograr auténtica comprensión es necesario esclarecer hasta el fondo un fenómeno que emerge en la experiencia. La comprensión intelectual no se logra repitiendo fórmulas - por correctas que estas sean – sino incursionando con la propia inteligencia en el fenómeno en orden a descubrir su esencia. Sobra decir que esto suele ser un esfuerzo trabajoso pero indispensable para apropiarse de un conocimiento y poder decir “entendí”, “yo entendí”.

¿Cómo se descubre el fundamento ontológico del personalismo? Autores como Karol Wojtyla y Josef Seifert no arrancan sus investigaciones haciendo citas célebres o apelando a argumentos de autoridad[5]. Al contrario, a través de sus obras nos ayudan a mirar en primer término con gran detenimiento la propia experiencia. La experiencia humana elemental es precisamente la fuente primaria para el desarrollo de una comprensión sobre la persona y su fundamento ontológico. Es ahí, cuando me doy cuenta que acompañando a toda experiencia existe una presencia continua de mi propio yo que sabe de sí, que emerge con gran fuerza la evidencia primaria sobre el esse personae, sobre el ser personal. Darme cuenta del yo que soy significa que soy antes de darme cuenta. Más aún, el darme cuenta no podría darse si no hubiera un sujeto que lo realizara y cuyo ser fuera precisamente una realidad más extensa y comprehensiva que la propia conciencia. Así, sólo es posible que un yo sea consciente de sí si el yo es real, si el yo está instalado en el mundo persistiendo transtemporalmente en el ser. Un yo pensado no piensa. No es lo mismo el yo que la consciencia del yo. Solo piensa un yo que es y que es personalmente, es decir, un ser cuyo ser posee una cierta autarquía ontológica, un ser que posee su ser en propiedad privada, o como suele decir Karol Wojtyla, un sujeto sui iuris et ab altero incommunicabilis[6].

El ser personal es un tipo de ser irreductible a cualquier ser no-personal. Es imposible explicar cabalmente a la persona como persona si comenzamos primero incursionando en la ontología de los entes no-personales. Lo inferior no ilumina lo superior sino viceversa. Por ello, el fundamento ontológico del personalismo implica superar una comprensión puramente cosmológica que considera al ser humano como un ente más, sumergido en el amplio universo del resto de los entes. El fundamento ontológico del personalismo no se obtiene simplemente repitiendo, por ejemplo, la ontología aristotélica o tomista sino descubriendo las categorías metafísicas pertinentes desde dentro de la propia experiencia humana elemental. Karol Wojtyla dice a este respecto:

Se nos presenta el hombre no solamente como ser definido por un género, sino como <<yo>> concreto, como sujeto que tiene la experiencia de sí. El ser subjetivo y la existencia que le es propia (suppositum) se nos manifiesta en la experiencia precisamente como este sujeto que tiene experiencia de sí. Si lo tenemos en cuenta como tal, lo subjetivo nos revelará la estructura que lo constituye como un <<yo>> concreto. Revelar esta estructura del <<yo>> humano no deberá significar, por otra parte, considerarla idéntica con la reducción y con la definición del género del hombre; significa, en cambio, dar vida a aquel tipo de intervención metodológica que podría se definida como detenerse en lo irreductible. Es decir, es necesario pararse en el proceso de reducción que nos conduce a una comprensión del hombre en el mundo (comprensión de tipo cosmológico), para poder comprender al hombre en sí mismo. Este segundo tipo de comprensión podría ser llamado personalista[7].

Procediendo de este modo, emergerá nuevamente la categoría de “sustancia” sin embargo redescubierta al interior del viviente humano, de la persona humana, con las connotaciones propias de lo personal. Así, decir sustancia en el caso de la persona humana no es igual que decir sustancia en el caso de un ente no-personal. El subsistir personal implica la participación de un acto de ser capaz de generar un ente no-instanciable. Por ello, es que en nuestra opinión un personalismo ontológicamente fundado en los cimientos de la bioética exige reconocer a la persona humana no sólo como un ente único e irrepetible – toda sustancia primera lo es – sino además como un ente insustituible por haber sido creado desde su inicio más modesto en la fecundación con un tipo de individualidad irreductible no sólo a los entes no-personales sino aún a otros entes como ella. Con estas razones apuntadas es posible decir con total certeza: ninguna persona es intercambiable, cosa que en el debate bioético contemporáneo es fundamental.

Si la racionalidad que anima y vigoriza a la bioética es capaz de abrirse a este dato, entonces el horizonte de la razón deja de estar cerrado al horizonte del ser y se abre a un mundo transfenoménico, es decir, a un mundo en el que el aparecer revela el ser, en el que el fundamento de la vida personal se advierte y puede llegar a ser mentado. En otras palabras, el pensamiento postmetafísico es derrotado cuando el ser personal emerge con toda su evidencia como ente en cuanto ente en su sentido más propio (tó óntos ón kat exojén).

2.2 Ampliación de la razón al superar la antinomia subjetivismo-objetivismo

Así mismo, la experiencia humana elemental nos permite superar la lamentable fractura entre sujetos y objetos. Fractura que ha derivado ya sea en la inflación de la subjetividad ya en su oscurecimiento o negación. En nuestra opinión, la bioética puede ampliar el horizonte de la razón cuando evita caer en estos dos escollos tan frecuentes afirmando que la subjetividad del ser humano es un dato objetivo. En otras palabras, para la bioética es muy importante reconocer que la palabra “objetivo” significa lo que está delante (ob-) y se lanza a mi consideración (iacio, iactum). Objeto es aquello que se da, que se ofrece. Pues bien, el objeto que más se me da y se me ofrece es aquel que se me entrega como don, de manera consciente y libre. Dicho de otro modo, existe un tipo de dato que es máximamente oferente porque es capaz con verdadero autodominio de entregarse a sí mismo, no sólo en su exterioridad cósica sino desde su interioridad personal, desde su subjetividad. La persona humana, de esta manera, gracias a su subjetividad es máximamente objetiva. Más aún, gracias a esta evidencia es posible superar la controversia subjetivismo-objetivismo, idealismo-realismo, que muchas veces ha tensionado el escenario filosófico y aún bioético. Miremos con atención lo que dice Karol Wojtyla a este respecto:

La antinomia subjetivismo-objetivismo y lo que se esconde detrás del idealismo-realismo creaban un clima poco propicio a los intentos que iban dirigidos a ocuparse de la subjetividad del hombre. Se temía que eso llevase inevitablemente al subjetivismo. (…) Quien escribe esto está convencido de que la línea de demarcación entre la aproximación subjetiva (de modo idealista) y la objetiva (realista), en antropología y en ética debe ir desapareciendo y de hecho se está anulando a consecuencia del concepto de experiencia del hombre que necesariamente nos hace salir de la conciencia pura como sujeto pensado y fundado «a priori» y nos introduce en la existencia concretísima del hombre, en la realidad del sujeto consciente[8].

2.3 Ampliación de la razón a través del reconocimiento de la norma personalista de la acción como precepto fundamental de la ley natural

Cuando la bioética se construye con apertura al dato objetivo de la subjetividad es más fácil apreciar que la persona humana es verdadero fin y no debe ser usada como mero medio[9].

En efecto, la experiencia humana elemental nos descubre a la persona como un yo. Sin embargo, el yo se manifiesta ante sí mismo y ante los demás como yo, a través de la acción. La acción humana es una ventana que nos permite interpretar el significado de las vivencias del yo. La acción humana es una dimensión de la belleza de la persona que la manifiesta en su esplendor característico. Nada más bello que mirar cómo una persona se manifiesta en sus actos libres, en especial en aquellos, que son total donación al otro en el amor.

Observar con admiración y atención esta experiencia nos deja importantes datos antropológico-éticos. Uno de los más inmediatos e imponentes es precisamente el que versa sobre el carácter ininstrumentalizable de la persona. La experiencia de la persona en acción es experiencia de una singular autoteleología al momento de ejercer la libertad. Esta autoteleología sólo es posible si el sujeto de dónde emerge es y vale como fin, es decir, un sujeto afirmable por sí mismo. Dicho de otro modo: la libertad humana es índice de dignidad, es decir, de estar delante de un sujeto real que se distingue por poseer la dignidad como propiedad: “hypostasis proprietate distincta ad dignitatem pertinente”, decía Tomás de Aquino citando una definición utilizada por varios autores en la Edad media[10].

El descubrir la persona humana como fin entonces no es un mero hallazgo especulativo sino que es una verdad que invita a la razón práctica a una conducta precisa. De hecho, la razón práctica al advertir esta verdad formula un imperativo categórico concreto, con contenido preciso, que está llamado a normar toda la vida moral y que en bioética posee una importancia capital: Persona est affirmanda propter seipsam! ¡Hay que afirmar, amar, a la persona por sí misma y nunca usarla como mero medio!.

Karol Wojtyla dirá a este respecto:

Esta norma en su aspecto negativo, afirma que la persona es un tipo de bien que no admite utilización y que no puede ser tratada como objeto de uso, por lo tanto como un medio respecto de un fin. En su forma positiva la norma personalista confirma esto: la persona es un bien hacia el cual la única respuesta propia y adecuada es el amor. Este contenido positivo de la norma personalista es precisamente lo que el mandamiento del amor enseña[11].

La bioética es auténticamente personalista si reconoce a la norma personalista de la acción – válgase la redundancia – como precepto fundamental de la ley natural. Para que esto suceda es preciso no sólo haber ampliado el horizonte de la razón al orden de lo práctico sino haber reconocido en la experiencia la emergencia de los valores. En efecto, la experiencia reducida a lo que los empiristas dicen de ella no muestra valores, solo hechos de los que es imposible derivar un deber ser. Sin embargo, cuando la razón se deja provocar por la experiencia en la totalidad de sus factores puede distinguir la existencia de experiencias propiamente morales en las que los valores son el elemento fundamental sin el cual es imposible comprender la mencionada experiencia. Piénsese por un momento en la experiencia del amor, del perdón, de la gratitud, de la solidaridad con alguien que sufre. Una explicación empirista de estos fenómenos fácilmente los reduce a su correlato neurofisiológico, desdibujándose así su esencia irreductible. En el mundo de la bioética, tan fuertemente instalado en problemas asociados a la práctica de la medicina, y por ende, a la estructura y funciones orgánicas del cuerpo humano, es importantísimo reconocer que los datos que provienen de la experiencia no son sólo los observables con los sentidos sino los que la razón puede atender si no censura su alcance metafísico o transfenoménico – como gustaba decir Karol Wojtyla –.

Por esto, en nuestra opinión, toda bioética racionalmente fundada debe ser crítica del pensamiento postmetafísico que declara que no existe normatividad universal alguna o que los valores son referentes ideales inexistentes por no ser “empíricamente verificables”. Esta crítica principalmente se realiza mostrando el valor especulativo y práctico de la norma personalista, sobre todo, al momento de la promoción y defensa de los más débiles y vulnerables en nuestras sociedades.

2.4 Ampliación de la razón al momento de descubrir el fundamento normativo de la vida moral.

En la bioética es capital la comprensión profunda, per ultimas causas, de la acción humana. Una comprensión de esta naturaleza implica lograr justificar realmente las normas que rigen la acción. Muchas veces el pensamiento filosófico cristiano al reconocer en Dios al fin último de la vida ha tendido a sostener de manera tácita o explícita que la obligatoriedad de las normas morales también procede de El. De esta manera se llega a una situación insostenible: pareciera que la moral basada en la ley natural es sólo obligante cuando se acepta la existencia de Dios como su fundamento. En este punto es preciso que la bioética personalista, en coherencia con sus fundamentos, aprenda a decir que no es lo mismo determinar el fin último de la acción humana que obtener una justificación última de las normas de la acción humana

La argumentación teleológica clásica permite descubrir que el ser humano se orienta a un «fin último» a través del ejercicio de actos buenos. Esto es innegable. Sin embargo, los actos humanos para que sean plenamente buenos requieren ser hechos primariamente porque son buenos de suyo y sólo secundariamente por otra razón como la búsqueda de la propia perfección o la gloria de Dios. Por ello es necesario explorar hasta el fondo las razones por las que la vida moral se constituye como tal tratando de capturar el momento axiológico que muestra a la acción como intrínsecamente buena o mala. El hecho de que la acción posea una ordenación teleológica no debe suprimir o matizar que la moralidad es tal por el valor realizado. De esta manera no rechazamos que las acciones buenas se encuentren ordenadas a un fin último. Nuestro énfasis está puesto más bien en que la moralidad posee justificación en los valores y en la dimensión normativa que estos poseen.

Un corrimiento demasiado rápido al tema de la ordenación teleológica del acto humano produce que la reflexión racional sobre la experiencia de la acción tienda a convertirse en una teoría del fin de la vida humana antes que en una teoría de la moralidad en sentido estricto.

Cuando la bioética personalista asimila con profundidad la distinción entre determinar el fin último de la acción humana y obtener una justificación última de las normas de la acción humana, se produce un efecto del todo saludable: se le muestra a propios y a extraños que todos estamos igualmente obligados a respetar los preceptos de la ley natural independientemente de que aceptemos o no aceptemos la existencia de Dios. Dios no es una premisa argumentativa al momento de explicar las razones por las que matar a un inocente es injusto o por las que hacer experimentación con embriones humanos reduce a la persona a un mero medio y no la respeta como fin.

Karol Wojtyla decía a este respecto:

Llegar hasta el fondo de la moralidad explicándola sobre la base del fin último ha cedido a explicar y justificar la moralidad sobre la base de valores y normas. Estamos preocupados hoy en día no tanto con la determinación del fin último de la conducta moral como con dar una justificación última a las normas de la moralidad. El crédito por originar este cambio sobre cómo está puesto y formulado el problema central de la ética innegablemente corresponde a Kant. Pero el aceptar el punto de partida de Kant en la ética – esto es, el considerar el problema de la justificación de las normas como el principal problema ético – no consiste en aceptar necesariamente su solución. En verdad, una búsqueda de la justificación última de las normas morales puede conducirnos directamente al fin último. Pero esto no está presupuesto por adelantado en el punto de partida. Una cosa, sin embargo, sí está presupuesta justo desde el comienzo: en todo el modo como la ética es tratada, las tendencias normativas más que las teleológicas prevalecerán, aún en el caso de conclusiones teleológicas[12].

De este modo, la racionalidad que anima a la bioética queda expandida cuando muestra con contundencia los verdaderos motivos para el respeto y promoción de la dignidad de la vida humana.

3. A modo de conclusión

El personalismo se encuentra al servicio de la ampliación del horizonte de la razón al momento de fundamentar la bioética. Este servicio no es menor. La razón arrogante típica de la modernidad ilustrada ha cedido en muchos ambientes a una razón exhausta que ya no desea preguntar, investigar y descubrir esencias sino que se conforma con describir y con articular equilibrios de poder entre diversas cosmovisiones. Este tipo de racionalidad debilitada es sumamente susceptible de tornarse violenta, despótica, asesina. Desde este punto de vista, la misión de la bioética personalista es fundamental para contribuir a la supervivencia de nuestras sociedades y para la auténtica promoción del bien común.



VIII Jornadas de la Asociación Española de Personalismo

«Bioética personalista: fundamentación, práctica, perspectivas»

Universidad Católica de Valencia

Valencia, España

5 de mayo de 2012

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